Comentario
CAPÍTULO XI
Pasa el ejército el río de Cofachiqui, y alójase en el pueblo y envían a Juan de Añasco por una viuda
La señora de Cofachiqui, hablando con el gobernador en las cosas que hemos dicho, fue quitando poco a poco una gran sarta de perlas gruesas como avellanas que le daban tres vueltas al cuello y descendían hasta los muslos. Y, habiendo tardado en quitarlas todo el tiempo que duró la plática (con ellas en la mano), dijo a Juan Ortiz, intérprete, las tomase y de su mano las diese al capitán general. Juan Ortiz respondió que su señoría se las diese de la suya porque las tendría en más. La india replicó que no osaba por no ir contra la honestidad que las mujeres debían tener. El gobernador preguntó a Juan Ortiz qué era lo que aquella señora decía, y, habiéndolo sabido, le dijo: "Decidle que en más estimaré el favor de dármelas de su propia mano que del valor de la joya y que, en hacerlo así, no va contra su honestidad, pues se tratan de paces y amistad, cosas tan lícitas e importantes entre gentes no conocidas." La señora, habiendo oído a Juan Ortiz, se levantó en pie para dar las perlas de su mano al gobernador, el cual hizo lo mismo para recibirlas y, habiéndose quitado del dedo una sortija de oro con muy hermoso rubí que traía, se la dio a la señora en señal de la paz y amistad que entre ellos se trataba. La india lo recibió con mucho comedimiento y lo puso en un dedo de sus manos. Pasado este auto, habiendo pedido licencia, se volvió a su pueblo dejando a nuestros castellanos muy satisfechos y enamorados así de su buena discreción como de su mucha hermosura, que la tenía muy en extremo perfecta, y tan embelesados quedaron con ella que entonces ni después no fueron para saber cómo se llamaba, sino que se contentaron con llamarla señora, y tuvieron razón, porque lo era en toda cosa. Y como ellos no supieron el nombre, no pude yo ponerlo aquí, que muchos descuidos de éstos y otros semejantes hubo en este descubrimiento.
El gobernador se quedó en la ribera del río para dar orden que con brevedad lo pasase el ejército. Envió a mandar al maese de campo que con toda presteza viniese la gente donde él quedaba. Los indios entretanto hicieron grandes balsas y trajeron muchas canoas, y, con la diligencia que ellos y los castellanos pusieron, pasaron el río en todo el día siguiente, aunque con desgracia y pérdida, que por descuido de algunos ministros que entendían en el pasaje de la gente se ahogaron cuatro caballos, que, por ser tan necesarios y de tanta importancia para la gente, lo sintieron nuestros españoles más que si fueran muertes de hermanos.
Alonso de Carmona dice que fueron siete los caballos que se ahogaron y que fue por culpa de sus dueños, que de muy agudos los echaron al río sin saber por dónde habían de pasar, y que, llegando a cierta parte del río, se hundían y no parecían más; debía ser algún bravo remolino que se los sorbía y tragaba. Pasado el río, se alojó el ejército en el medio pueblo que los indios les desembarazaron y, para los que no cupieron, hicieron grandes y frescas ramadas, que había mucha y muy buena arboleda de que las hacer. Había asimismo entre las ramadas muchos árboles con diversas frutas, y grandes morales mayores y más viciosos que los que hasta allí se habían visto. Damos siempre particular noticia de este árbol por la nobleza de él y por utilidad de la seda que doquiera se debe estimar en mucho.
El día siguiente hizo diligencias el gobernador para informarse de la disposición y partes de aquella provincia llamada Cofachiqui. Halló que era fértil para todo lo que quisiesen plantar, sembrar y criar en ella. Supo, asimismo, que la madre de la señora de aquella provincia estaba doce leguas de allí retirada como viuda. Dio orden con la hija que enviase por ella. La cual envió doce indios principales suplicándole viniese a visitar al gobernador y ver una gente nunca vista, que traían unos animales extraños.
La viuda no quiso venir con los indios, antes, cuando supo lo que la hija había hecho con los castellanos, mostró mucho sentimiento y haber recibido gran pena de la liviandad de la hija, que tan presto y con tanta facilidad hubiese querido mostrarse a los españoles, gente, como ella misma decía, nunca conocida ni vista. Riñó ásperamente con los embajadores por haberlo consentido. Sin esto dijo e hizo otros grandes extremos cuales los suelen hacer las viudas melindrosas.
Todo lo cual sabido por el gobernador mandó al contador Juan de Añasco que, pues tenía buena mano en semejantes cosas, fuese con treinta compañeros infantes el río abajo por tierra a un sitio retirado de la comunidad de los otros pueblos, donde le habían dicho que estaba la señora viuda, y en toda buena paz y amistad la trajese, porque deseaba que toda la tierra que descubriese y dejase atrás quedase quieta y pacífica y sin contradicción alguna reducida a su devoción por tener menos que pacificar cuando la poblase.
Juan de Añasco, aunque era ya bien entrado el día, se partió luego a pie con sus treinta compañeros y, sin otros indios de servicio, llevó consigo un caballero indio que la señora del pueblo de su propia mano le dio para que lo guiase y que, cuando se hallase cerca de donde su madre estaba, se adelantase y diese aviso de cómo los españoles iban a rogarle se viniese en amistad con ellos y que lo mismo le suplicaba ella y todos sus vasallos.
A este caballero mozo había criado en sus brazos la viuda madre de la señora de Cofachiqui, por lo cual, y por serle pariente cercano, y principalmente por haber salido el mozo afable y nobilísimo de condición, la quería más que si fuese su propio hijo, y por esta causa lo envió la hija con la embajada a la madre, porque por el amor del mensajero se le hiciese menos molesto el recaudo.
El indio mostraba bien en el aspecto de su rostro y en la disposición de su persona la nobleza de su sangre y la generosidad de su ánimo, que donde hay lo uno debe haber lo otro, que son conjuntos como la fruta y el árbol. Era hermoso de cara y gentil hombre de cuerpo, de edad de veinte a veinte y un años. Iba muy galán, como embajador de tal embajada; llevaba sobre la cabeza un gran plumaje matizado de diversos colores de plumas, que acrecentaban su gentileza, y una manta de gamuzas finas en lugar de capa, que los veranos, por el calor, no se sirven de aforros y, si alguna vez los traen, es el pelo afuera. Llevaba un hermosísimo arco en las manos, que, demás de ser bueno y fuerte, tenía dado un betún que estos indios de la Florida les dan del color que quieren, que parece fino esmalte y pone el arco, y cualquier otra madera, como vidriado. A las espaldas llevaba su aljaba de flechas. Con este ornato iba el indio, y tan contento de acompañar los españoles que bien al descubierto se le veía el deseo que tenía de les servir y agradar.